marzo 14, 2006

¿Impúblico o concentrado?

Obliga la ley. ¿Público, privado o concertado? Pero tenemos donde elegir… lástima que él sea tan pequeño que ni escuchar su opinión podamos.

¿Ustedes qué opinan?

“Los colegios públicos, ya se sabe, presumen de tener muy buenos profesores, mucha pedagogía pero… un nivel de pena. Impúblicos deberían llamarse, porque lo que es la decencia, ¿cuándo la enseñan? Para colmo, dejan entrar a mucho morito y gitanillo, que no veas cómo frenan la clase.”


Señora, disculpe. Con todo el respeto no me refería a usted, que hace tantos años que dejó el colegio…

“Los privados, se lo digo yo, cuestan mucho pero valen más. ¿O se cree que le van a hacer pagar más por nada? Allí es donde van los mejores niños. Sí, hombre, donde encontrará familias de buena clase, las que parten el bacalao. ¿Se va a poner a regatear a costa del futuro de su hijo? Así después salen como salen, quemando gente y contestándola a una, atropellándola por la calle…”

Por favor, se lo ruego mujer. No es que no me interese su opinión, pero es que ahora está demasiado crispada, con tanta noticia trágica como sale en los periódicos. Además, la verdad, me gustaría escucharles a ellos, a los propios niños que van a la escuela.

“¿Ellos? ¿Qué van a saber ellos, que ni saben coger el tenedor? Oigame, que yo he criado a cinco y sé lo que me digo. Uno de ellos, antes de arrejuntarse con otra y perderse estaba como usted, que no sabía que hacer, y metió a su niña en uno de esos “concentrados”. ¡Qué impertinente y descarada se ha vuelto la pobre! ¿Que qué son los “concentrados”?, pues nada, un invento que no es ni chicha ni limoná, una especie de “centro” para esos pobres diablillos, como lo que hacen muchos políticos… ¡qué manía con el centro! ¡Lo que hace falta es más disciplina! ¡y recuperar los valores!"
¿Valores? Esa palabra parece interesante. Me recuerda a lo que nos dijo la directora de una guardería que visitamos para llevar a nuestro hijo. “Aquí les educamos con mucho cariño, pero nos aseguramos de que cada día hagan algo: un dibujito, una manualidad, lo que sea, pero ¡algo!”. Por un momento me pareció estar escuchando a mi jefe: “No seas zoquete, no puede ser que tu trabajo no rinda, no se vea, tienes que preparar más informes, más presentaciones, más “demos”… visibilidad, chico, visibilidad. Ésa es la clave.”

La gentil Sheba me deja un par de austeros comentarios con apenas un par de nuevos términos: “Summerhill” y “Walden Dos” de un tal Skinner. Hum… voy a tener que leer.

El primero parece haber sido un pionero de lo que llaman educación antiautoritaria. Suena radical, casi ilegal. Busco a alguno de sus defensores y también algún detractor

Hay quien me advierte sobre su enfoque dirigido a niños conflictivos, aquellos expulsados de los canales más tradicionales de la sociedad. ¿Una teoría bienintencionada para “salvar” a los nuevos salvajes de nuestro tiempo? Mejor que los experimentos con gaseosa… ¿He dicho de nuestro tiempo? Descubro asombrado que parece que esta gente lleva ya más de medio siglo de trayectoria…

Sigo tirando del hilo y localizo información sobre un colectivo de padres ¡que no llevan a sus hijos al colegio! ¿no es eso ilegal?

¡Horror! ¿Dónde me estoy metiendo? ¿Juntar a mi adorado niño con vándalos, delincuentes, descastados, gente marginal, colocarlo al borde del precipicio? Mejor lo dejo quietecito con los normales…

Normales… botellón, bulling, televisión o tal vez playstation

Clarísimo. Privado, mejor privado. Al menos se emborrachará y quemará papeleras con futuros banqueros, políticos y abogados de élite. Quizás los necesite el día de mañana. Para el arte ya lo arrastraré por cualquier museo algún que otro fin de semana…


marzo 02, 2006

A Quererse como Buenos Hermanos. "El Mito la Eduación".

Ése de ahí, el de caminar enérgico y semblante serio, que se adelanta al grupo, soy yo. Quienes me siguen son C., un buen amigo, y mis dos hermanos mayores, que me han pedido, como sólo saben hacerlo los hermanos mayores, que mantenga una distancia prudencial. Tienen cosas que decirse que yo aún no estoy en condiciones de oír. Me llegan risas y jolgorio, incluso alcanzo a escucharles algunas palabras, algunas expresiones soeces que me sorprenden en labios de mi propia familia. No parecen ellos, es como si hubieran cambiado de personalidad. Al llegar a casa, todo parece volver a la normalidad: el carácter mandón y más austero, casi puritano, vuelve a instaurarse en ellos, pero una pregunta flota en el aire: ¿conozco verdaderamente a mis hermanos? ¿cómo son ellos realmente, como se muestran en la calle o en casa?



“[…] lo que los niños aprenden [en su casa] puede ser irrelevante fuera de su hogar, en el mundo que les rodea. Pueden desprenderse de ello en cuanto cruzan
el umbral de la casa tan fácilmente como de los jerséis de lana gruesa que sus
madres les obligan a llevar.”
Son palabras de Judith Rich Harris en su libro “El Mito de la Educación”, sobre el que ya amenacé con vomitar mis impresiones.

En algún portal para padres también se puede leer “los padres somos modelos de conducta”.
Entonces, ¿afectamos a nuestros hijos o no? ¿importa lo que les hagamos o no? Obviamente de eso trata el libro, que además ofrece una de las mejores respuestas que he encontrado, posiblemente porque la ilustra con cientos de clarificadores estudios.

A quienes les pique la curiosidad, les ruego que primero examinen sus referencias: sus experiencias como padres, que es probable que tengan si han llegado hasta aquí, y sus experiencias como hijos, que también es probable que tengan, aunque sea más o menos mísera. No creo que sus vivencias sean válidas para desentrañar el alma humana, pero podrían sernos muy útiles para derribar algunos mitos.

Predicaré con el ejemplo: me reconozco en mis padres cuando siento el peso de la responsabilidad sobre mi hijo, cuando me siento impotente deseando conducirlo por el mejor camino, que se coma la papilla o duerma la siesta, la mejor actitud para que sea persona de éxito y no le arrebaten el cubo y la pala en el parque, evitando conflictos, lesiones físicas o no tan físicas que lastren su futuro. Me reconozco cuando me embarga el miedo, me puede la ira, me vence la ternura y cedo una vez más dejándole juguetear con mi móvil último modelo de seiscientos euros.

Dejo de reconocerme cuando celebro ciertas libertades que antaño se consideraban pecaminosas, contranatura e incluso delictivas: canal pus, “el jueves”, Bertrand Russell… ¿qué es eso de la educación? ¿lo es “para toda la vida”? ¿nos “marca”, afecta a nuestra personalidad? ¿no será simple folclore? ¿qué etiquetas que ahora usamos serán consideradas trasnochadas cuando nuestros hijos lleven las riendas de la sociedad?

Pero siendo pragmático, lo que me preocupa es que si quiero a mi hijo sumiso y obediente para que se adapte más fácilmente al ganapia que le toque como jefe, o a su pareja deseosa de succionarle hasta su último aliento, ¿debo ser cruel, autoritario y estricto o, más bien lo contrario, permisivo, cariñoso, complaciente?

Las preguntas que se hace la autora no son éstas, exactamente, pero con no demasiada imaginación y lo que ella razona pueden contestarse razonablemente bien, y con mucho más fundamente que el empleado por las revistas o libros tradicionales para padres.

Como ejemplo, el libro arranca cuestionando las correlaciones encontradas por muchos estudios supuestamente científicos que suelen arrojar fabulosas conclusiones normalmente establecidas a priori, pero usualmente carentes de confirmaciones realizadas por terceras personas. Aplicándolo a un caso próximo, los inmigrantes tienen mal gusto vistiendo y prefieren trabajos precarios, según demuestran las estadísticas. Si alguno se apunta al club de golf es porque se equivocó de grupo, y debería estar entre los extranjeros.

Por seguir con más experimentos, también se ha detectado una fuerte correlación entre madres frías y niños autistas, lo cual hace pensar en la atonía de la madre como una causa de tal enfermedad infantil, aunque haya algún excéntrico que proponga que se debe a defectos cerebrales. Otros muchos estudios comparan a gemelos, mellizos, criados juntos o separados, con padres adoptivos o biológicos, madres solteras, parejas homosexuales, familias numerosas, primogénitos, benjamines… los científicos no pierden el tiempo tratando de buscar mil y una maneras de comparar resultados, de separar los efectos genéticos de aquellos que proporcionan el entorno… mmmhh! ¿Aún no sienten la curiosidad?

Permítanme sólo un par de supuestos más, con alguna preguntita que espero que me sepan responder:
  • a usted le encanta comerse las uñas… no, no es una manía, es una convicción… si hubiera alguien en este mundo capaz de hacerle cambiar de opinión, de que se controle, de que se amordace las manos para no llevárselas a la boca, ¿quién cree que sería capaz de tener tanta influencia? a) su mamá, b) su papá, c) su hermano; d) su hermana; e) su novia; f) su novio; g) el fontanero; h) la vecina del quinto; i) su amigo de toda la vida; j) el nuevo vecino; k) ni
    ninguna de las anteriores ni ninguna de las posibles posteriores;
  • usted sabe mucho de sexo, porque se le nota en la cara, y porque además si no se sabe de sexo nos quedamos sin futuro (como especie, claro está)… lo que se transmiten las generaciones sobre el sexo, ¿lo hacen de padres a hijos? ¿es puro instinto? ¿siempre hemos tenido internet?

Espero que encuentren las respuestas. Sus hijos muy probablemente ya las tengan…

Por último, quisiera comentar que desde mi modesto punto de vista, no recomendaría leer el libro a furibundos creyentes del determinismo en cualesquiera de sus modalidades: fundamentalistas biológicos, religiosos o esotéricos que se consideran marionetas de genes, leyes de la gravitación universal y asociadas, dioses indiferentes o constelaciones astrales. También es posible que decepcione a quienes esperen una guía práctica, manual de autoayuda o palabras amables sobre las maneras de esculpir y garantizar que nuestros vástagos serán “gente de provecho” el día de mañana.

Se celebra una fiesta de carnaval en nuestro club deportivo. Me han encargado “responsabilizarme” de mis hermanas menores. Horror. Quedamos en un punto de encuentro media hora antes del toque de queda paterno, para no estropearnos la fiesta. Sin embargo, no es difícil que nos encontremos en la noche, ¡qué vergüenza!, ¿hacia dónde miro? Ojalá se perdieran... ¡Guau! ¿No es esa Margarita? ¿cómo puede estar hablando con mis hermanas, si son pequeñas? ¿Son de la misma clase? No puede ser. Espero que no le cuenten ellas como soy en casa… no soy tan monstruo como ellas me ven, y sería menos violento si ellas me hicieran caso.



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